viernes, 20 de febrero de 2009

THE WRESTLER

The Wrestler (2008)
Dir.: Darren Aronofsky
USA



Darren Aronofsky ya no es una promesa. Cuatro películas seguidas, con sus fallos y sus aciertos, pero personales y arriesgadas, bastan para confirmar su valor. Y creo que a estas alturas, el 2009, se puede hablar ya sin miedo a equivocación de una nueva generación de grandes directores americanos: Darren Aronofsky, Wes Anderson, Paul Thomas Anderson, M. Night Shyamalan; y algunos otros más tardíos que todavía tienen que demostrar con un par de pelis más que merecen ser de la pandilla, como Richard Kelly, Zack Snyder, Rob Zombie o John Cameron Mitchell. No hay un denominador común entre ellos, más allá de que empezaron a rodar en la segunda mitad de los 90, tienen un estilo profundamente personal y libre y son valientes dentro de la industria norteamericana. Son creadores fieles a sí mismos, que juegan con presupuesto y originalidad. Y además son aceptados y comprendidos, por lo que pueden seguir a lo suyo. Son luchadores que no necesitan seguir luchando. Sustituyen a la generación de los 70 en el imaginario de una cinefagia relativamente joven, cumpliendo el lugar de los "verdaderos directores", aquellos a los que seguir, aquellos que siguen sorprendiendo y asentando un estilo y cuyas películas, funcionen mejor o peor, son valor seguro. Recogen el dinamismo superficial del cine palomitero y lo transforman en dinamismo creativo auténtico, lejos del muy rancio "cine independiente". Son un conjunto de individualidades percibido ya como conjunto. Al asunto: The wrestler. El luchador.

Prejuzgando, podría esperarse de The wrestler un típicamente americano drama de degradación de un arquetipo, ya sea una estrella de rock, un gángster o un hombre común con un trabajo común que a lo mejor se ha divorciado. Pero resulta ser típicamente americano en la sustancia, no sólo en la apariencia: el centro de la película es un personaje que sólo existe en esa cultura. Y es un personaje lo más alejado posible de la dignidad que suelen tener en principio los que protagonizan estas historias. Es un luchador de los de trola, de los de mamporros preparados y espectáculo infantil. Es un personaje artificial, figura representativa del gusto americano por la violencia, vulgar, estúpido, hortera, soberbio y bla, bla, bla. A partir de esta fundamental vuelta de tuerca, lo que se podía anticipar como un personaje predefinido (alguien cuyo momento ha pasado y está triste y solo, en esos términos explicado y entendido) resulta ser un personaje vivo, exitoso a cierta escala, querido por todo el mundo. El luchador típicamente americano resulta no ser antipático, no encaja en lo que el europeo esperaba. Ser amable y bueno ya no es incompatible con ser un drogadicto de mierda. La degradación no tiene por qué ser sentida como degradante para el que la sufre, como nos han enseñado siempre. ¿Que la procesión va por dentro? Sí, pero sólo en algunos momentos, y no por culpa de las situaciones extremas a las que se ve enfrentado un héroe trágico de película americana, sino por cosas sencillas que le podrían pasar a cualquiera (una chica, una hija, un trabajo). Uno no tiene ganas de darle una leche al protagonista para que espabile, o de llamar a la policía para que lo detengan, sino que quisiera simplemente darle un abrazo. Y sabe que lo recibiría bien, y todo seguiría igual, y no pasaría nada. Porque, y esto es lo (ligeramente) subversivo, no da la impresión de estar haciéndolo mal del todo. El director no lo juzga; y hace esto tan bien que consigue que el espectador tampoco lo juzgue. Entre todos consiguen hacer un personaje vivo, dibujado no sólo por el guión, las situaciones mostradas y la interpretación (impresionante, huelga decirlo; una presencia brutal la de Mickey Rourke), sino por otros detalles como la música. The Ram adora el hard rock ochentero, y como éste es su personalidad: irreflexivo, lleno de energía y de sinceridad. Algo anacrónico. Entrañable, con perdón. También divertido: envuelta en drama, es una de las películas que provoca una risa más pura de los últimos tiempos. The wrestler se complace rompiendo expectativas por todas partes, y sin resultar forzada haciéndolo.


Aronofsky suele adoptar alguna particularidad obsesiva en cada película: el montaje progresivo en Réquiem por un sueño, lo cruciforme en la fallida The Fountain (que comenté en su día), la imagen frente al espejo en Pi. Aquí repite constantemente algo que me descolocó durante buena parte del metraje: sigue a los personajes desde atrás. ¿Qué significa esto? ¿Qué quiere decir el bueno de Aronofsky? Porque es de los que siempre quiere decir algo. Dándole vueltas y vueltas, concluí que pretendía conseguir un nuevo realismo. Las convenciones realistas de los últimos años, como la cámara en mano o el film granuloso, han perdido su sentido. El cine ya no puede ser realista, el mecanismo cuando lo intenta está demasiado expuesto. Entonces, ¿cómo conseguirlo ahora? ¿Qué es lo que se percibe como verdaderamente realista? Está en la televisión: son los programas de realidad, llámese Callejeros o España Directo. Y a eso recuerda por momentos la forma de rodar The wrestler. La cámara de Aronofsky va detrás de los personajes como un equipo de televisión, además de otros recursos como el reposicionamiento de la cámara en el mismo plano una vez han dejado de andar, o los zooms sin complejos buscando el morbo. Los mismos recursos que utilizan estos programas para transmitir realismo. Tan sutil como brillante.

Pero aún hay algo más que intensifica este realismo. The wrestler tiene un tono que recuerda al del cine pornográfico, como ya pasaba en algunos momentos de Réquiem por un sueño ("culo con culo"). El cine X es una de las experiencias más directas de la degradación que uno puede tener frente a una pantalla (supongo que muchos me discutirán esto). Aronofsky quiere transmitir degradación y utiliza, inconscientemente, el mismo tono en muchos momentos. El más claro es la pelea extrema, decadente y sangrienta, introducida además por uno de los flashbacks más inteligentes y perversos que he visto en mi vida. The Ram es vejado por un luchador perturbado de verdad, por un público que quiere, necesita, exige ver el más lejos todavía; en resumen, por un retorcimiento del, ahora se aprecia, inocente espectáculo en el que empezó (y en el que sin embargo sigue: esto no es su fondo del pozo, sino que es sólo un complemento de la lucha habitual; ¿necesita él también ir más allá?). Es un paralelo a lo que parece ser el porno actual: vejaciones a las chicas, ley del más fuerte (el macho), prácticas sexuales extremas convertidas en convencionales... El porno es real, quien lo protagoniza lo vive físicamente. Y la intensidad con que rueda Aronofsky secuencias como ésta es tal que la sensación de degradación es tan realista como allí. Además, claro, Mickey Rourke está físicamente como está, actor y personaje son un guiñapo. Pero, a pesar de todo, la dignidad sigue prevaleciendo. No una dignidad impostada, sino tan real como las vejaciones que sentimos dolorosamente. Es cierto que el director a veces pierde el equilibrio, incidiendo más de la cuenta en la degradación y llegando al feísmo pornográfico, ya sin dignidad. Así, por ejemplo, en la secuencia de la firma de autógrafos, en la que todos y cada uno de los antiguos luchadores tiene una desgracia física. Pero estos momentos en los que se rompe la cuerda de tanto estirar son los menos. Espero que no se ruede un remake de Freaks aunque, si es necesario hacerlo, que lo lleve a cabo Aronofsky.


Además de la dignidad, de la degradación o de la defensa de que cada uno viva su vida como le dé la gana (diga Hollywood lo que diga), otro tema principal es el del cambio generacional. Dicho de otro modo: que a The Ram a lo mejor se le ha pasado el arroz. Esto se ve con claridad diáfana en las secuencias con su hija, una niñata del siglo XXI que se cree el centro del mundo, frente a la despreocupación del estilo de vida de su padre (o de la stripper de Marisa Tomei), más propio, como gran parte de la película, del cine de los 70. Es impresionante comparar el estilo interpretativo de Mickey Rourke, a quien todo parece darle igual, con el de drama queen de su hija, que parece estar esperando a que suban la música dramática en cualquier momento. Pero esa música dramática no la pueden subir porque ni siquiera está ahí. No es la película para la que se ha preparado ella en teleseries, sino la película a la que ha llegado Mickey Rourke. El choque generacional va, pues, más allá de los personajes y se transmite también por los actores. Otro punto más para el realismo. De nuevo, sin embargo, Aronofsky pinta con algo de brocha gorda en un par de momentos: The Ram despertándose en la habitación de una muchachuela empapelada con posters de bomberos, frente a la suya, con posters de AC/DC; o el más grueso todavía (y aun así divertido) enfrentamiento entre la NES y el Call of duty 4. Los niños le siguen entendiendo, porque es un ídolo infantil de un espectáculo infantil y, como parte del mismo, él es también un niño. Sigue teniendo posters y sigue teniendo videojuegos y muñecos. Por nostalgia, sí, pero también porque los sigue disfrutando.

Es inevitable preguntarse durante toda la película: ¿cómo va a terminar esto? Si es un drama, como parece, acabará como el rosario de la Aurora; si es una película de un cierto tipo de realismo optimista, como parece, pues a lo mejor The Ram encuentra su nuevo lugar en el mundo y es feliz para siempre trabajando como carnicero, y hasta se casa y se reconcilia con su hija. Aronofsky es consciente de que durante buena parte de la película se encamina hacia una vía, y durante la otra buena parte va como un tren a toda leche hacia el otro inevitable final. Y como es un tipo muy listo, lo resuelve con una coherencia tremenda. Lo termina todo de una forma tan honesta que puede llegar a interpretarse como efectista, o como una traición a la vía que el espectador haya sentido que era la principal y la que definiría el final. ¿Y cuál es este final?