domingo, 27 de diciembre de 2009

EL TIGRE DE ESCHNAPUR / LA TUMBA INDIA

Der Tiger von Eschnapur / Das indische Grabmal (1959)
Dir.: Fritz Lang
Alemania Occidental / Francia / Italia



Fritz Lang entraba en la última (y breve) etapa de su carrera. De vuelta a Alemania, de vuelta de todo. De vuelta a los comienzos, cerrando el círculo: después de unas duras y frías películas en los USA sobre el egoísmo del ser humano, rueda un díptico de aventuras demodé. Exotismo hindú, espectacular colorido, argumento de novela. Inocencia no, ésta ya es imposible. Tampoco hay épica; no es la grave saga fundacional de Los Nibelungos, sino las intrigas de un reino que no le importa más que a los que por allí han ido a caer. Lang no se engaña. Toma distancia y deja que el relato, en sentido amplio, sea el único protagonista. Ni siquiera pretende ser emocionante, no puede calar con su desarrollo fugaz y su rápida sucesión de escenas. Sólo quiere enseñar el relato, el placer simple y puro de la aventura, sin necesidad de que el espectador se identifique con el héroe ni de que odie a los malos. Incluso el corte que provoca el ser dos películas, aunque fuera por motivos comerciales, crea esa distancia, rompiendo la emoción contando lo que pasará: "Escaparán de tan terrible muerte pero se enfrentarán a la siguiente historia: La tumba india", dice un rótulo al final de la primera. No se involucra en el relato, sino en la película que cuenta el relato.


Abundan la perspectiva frontal y los planos largos en los que los personajes son una parte más del decorado. Mejor dicho, del escenario. Del artificio que es el cine, presente en todo ese espacio vacío alrededor de los actores. Casi se esperaría oír eco en sus voces, como si se estuviera en el teatro. Es una representación y se presenta como tal, y así la conciencia del hecho del relato toma vida propia y supera al relato en sí. Es un documental del placer del relato en el que éste, en el fondo, no importa. La ficción del argumento, de tan evidente en una época sin la capacidad de asombro de los años 20, rompe el vínculo con el espectador y queda deshumanizada. No podría ser de otra manera en una época que ha perdido la inocencia. Pero la excepcionalidad de El tigre de Eschnapur / La tumba india no reside en ser un anacronismo nostálgico, sino en que es consciente de esto y, sobre todo, es sincera hasta el punto de ponerse en ridículo a sí misma. Y, sin embargo, es una experiencia de la que no puede uno reírse. La decantación de la esencia de lo que cuenta es tan absoluta que, salvo algunos momentos desaforados intensamente poéticos, golpea en la cabeza y no en el corazón, con los "colores primarios" de las emociones de las aventuras: hay amor incuestionable, terror real (¡los dos momentos con los leprosos/zombis!) y, más que nada, dos cosas. La primera es el sexo. El amor, en realidad, se basa sin más en la arrolladora presencia física de Debra Paget, en el deseo que provoca inevitablemente. Sus bailes, como el de Liliane Montevecchi en Los contrabandistas de Moonfleet, están entre los más agresivamente eróticos y sensuales de la Historia del cine; pero esta Historia no lo sabe porque está demasiado ocupada alabando el lugar común de Gilda. El sexo, Lang no tiene intención de ocultarlo a esas alturas de su vida, es lo que mueve todo. Si hubiera llegado activo a la década de 1970, no cabe duda de que sus películas habrían estado llenas de sangre y desnudos. El segundo "color primario" fundamental ya lo ofreció Lang sin envoltorio en sus últimas películas americanas: el egoísmo, las ansias de poder, el ser-más-a-cualquier-precio. Y aquí, pese a su esquematismo, no es una maldad de serial. Es tan "real" como en Mientras Nueva York duerme o Más allá de la duda. No es una cualidad de los personajes de un folletín: es la verdadera forma en la que Fritz Lang observa la vida. No hay cinismo, sino aceptación. Por eso se distancia. Muestra lo que ve en el fondo de todo, y lo ve en todas partes, en dramas sociales camuflados de thrillers y en aventuras aparentemente juveniles. Es lo que ha vivido. No puede involucrarse con unos personajes en los que no cree. Simplemente ejerce de arquitecto, les da un amplio espacio en pantalla y deja que todo, el cine, se presente por sí mismo. "Todo" es esa visión del ser humano y la falsa pero necesaria inocencia de seguir creyendo en el cine.