viernes, 24 de abril de 2009

CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE (1917), Horacio Quiroga

A veces, los tópicos son inevitables. En ese caso, es preferible soltar ese lastre en el precalentamiento y no en el corazón del discurso. El primero: Horacio Quiroga fue admirador consciente y, en algunas cosas, sucesor de Poe. Sobre todo por su afinidad con lo macabro, en su caso más necesidad que gusto. El segundo: su vida, llena de horribles azares, alternando entre la actividad intelectual urbana y la vida en la jungla, y culminando en el suicidio, se refleja directamente en su obra. No sólo en esta serie de cuentos. Me encontré con este libro casi por accidente y, después de leerlo, lo asocié a un relato que leí hace unos años en una antología de cuentos en español y que desde entonces no he podido olvidar: El hombre muerto. Narra los últimos momentos de la vida de un hombre después de un absurdo accidente, y es lo más parecido que he vivido fuera del mundo de los sueños a sentir cómo debe ser morirse uno mismo. Descubro que era de Horacio Quiroga, y con esto descubro que ya amaba sin saberlo al que ahora amo con total conocimiento, y resume su trágica y tristemente realista comprensión de la vida. [Esto prueba que hay autores con los que uno, incluso sin saber que tal y tal obra son del mismo y, por tanto, más allá de ponerse conscientemente en sintonía con su sensibilidad porque se lee su nombre antes de la obra; hay autores con los que uno, decía, conecta perfectamente, y a los que merece la pena ser fiel, sin dejar de ser crítico, una vez se siente esa conexión.] García Marquéz tomaría su testigo en la no menos intensa Crónica de una muerte anunciada, mostrándonos una vez más la presencia real (y realista) de la muerte en las culturas latinoamericanas; pero ésa es otra historia.

En este impresionante libro, Cuentos de amor, de locura y de muerte, se reúnen varios cuentos que rinden constantes honores al título en apariencia demasiado genérico. Pero igualmente apropiado, y aún más sintético, podría haber sido un sencillo Cuentos de horror. Porque de eso tratan, del horror. De uno real, además; el que da miedo de verdad porque existe la posibilidad, aunque remota, de que a uno le toque algo parecido. O de que le haya tocado, o le esté tocando. A Horacio Quiroga le tocó conocer bien la materialización de estos miedos potenciales, y de ahí la vívida intensidad de lo contado, consiguiendo uno de los objetivos principales de su Decálogo del cuentista:

No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
Él mismo nos dice entonces dónde reside una de las claves de por qué funcionan tan bien sus cuentos: por una tensión básica entre la pasión y la vivencia recreada, y la frialdad con que se puede plasmar literariamente una vez ha pasado. ¿No es eso el terror: la sensación incontenible de peligro mientras se mantiene la lucidez racional que nos dice por qué es eso peligroso? Horacio Quiroga se centra en dos formas de terror, que cubren dos extremos de la experiencia humana y por eso mismo son tan horribles, porque parecen no dejar más que algunas junturas entre medias en las que las cosas funcionan bien. Y además sólo temporalmente. Por un lado, está el terror creado por la civilización. Es el que se sufre en una relación amorosa, las preguntas sobre cuánto durará lo bueno, si llegará lo malo y, éste es el lugar del miedo, si una vez llegado se podrá escapar. La pareja estable es sobre todo una construcción social, así que ésta es una ansiedad creada por el hombre. Es el terror a la infelicidad, a desperdiciar la poca vida que tenemos. Por otro lado, está el más puro terror, el de la naturaleza. A la mayoría de nosotros urbanitas esto nos queda más lejos, pero cualquiera que haya hecho algún viaje y se haya salido de un sendero o ruta, o que haya tenido una enfermedad más allá del habitual catarro, ha experimentado este terror aunque sea en un nivel ínfimo. Tenemos alguna posibilidad de elegir en el amor y el desamor y en nuestras relaciones sociales, pero cuando te muerde una serpiente y vives en medio de la nada, simplemente estás jodido. El hombre, la cultura, los libros... pierden todo su significado, y sólo queda la muerte. Para incidir todavía más en esto, hay algún relato con animales como personajes centrales, y no hay apenas distinción ni variación respecto a los que tienen a un hombre como protagonista. Lo más duro de todo es que trata una verdad más allá de la ficción: la muerte. Es un terror que no podemos negar y con el que todos nos las vamos a tener que ver. La naturaleza nos puede enfrentar directamente a ella. Mientras, en la civilización su sombra recuerda que vendrá inevitablemente, y condiciona hasta cierto punto, un punto gordísimo en el caso de Horacio Quiroga en su vida y en su obra, nuestras elecciones. Cuando la naturaleza mata sólo queda la resignación, como en el mazazo de llana descripción biológica del último párrafo de El almohadón de plumas. En ese relato, después de un terror que podría ser el de una de las historias fantásticas de Maupassant, se nos descubre con una fría aceptación y sin permitir contestación que la fantasía no existe, y que la realidad posible llevada al extremo es muchísimo más horrible.

La locura parece ser la única salvación posible, y su máximo triunfo es conseguir una muerte inconsciente. Es decir, que sólo se puede sobrellevar la vida perdiendo el juicio, por nacimiento o por enfermedad o, peor aún, por las circunstancias, y olvidando así lo que es en realidad la vida. Con la locura se huye de la miseria y de las incongruencias paralizantes de la vida civilizada, y del miedo ante la inescapable fuerza de la naturaleza. El más leve atisbo de lucidez, como en La meningitis y su sombra (relato final y el único que abre una posible puerta a la felicidad; pero, aún así, sólo después de profundos sufrimientos) supone volver a la realidad y a la inevitabilidad de la muerte y, con ellas, al miedo. Son un pesimismo y una desesperanza radical que, por desgracia, Horacio Quiroga nos demuestra que tienen una base que prueba su imposición, y que sólo negándolos se puede escapar a ellos, contagiándonos de su negra visión mediante la fuerza de sus imágenes y la potencia de sus evidencias.

Pese a retratar episodios rurales localistas, hay una fuerte carga universal y arquetípica en lo contado, como en el cronista de su tiempo Maupassant. Son relatos breves y concisos, en los que se elimina todo lo superficial. Es una norma habitual del cuento y que suele distinguirlo de la novela. Pero, cuando se consigue la máxima depuración, el relato se acerca a la, con perdón, verdad universal que tanto se le atribuye a la poesía, y habla a todos y de todos. Horacio Quiroga lo consigue, poniéndonos a todos en el mismo lugar: la muerte, a la que llegaremos sufriendo el absurdo de la vida que nos hemos inventado y lo implacable de la vida tal y como es. Es texto desnudo y sin artificio. El final de, por ejemplo, La gallina degollada podría parecer morboso y complaciente con lo macabro, pero es sólo un paso lógico en el universo literario extremo de Quiroga. Esto lo aleja de Poe, mucho más retorcido y barroco, y de nuevo lo acerca a Maupassant. Comparte con el francés el detalle (no superficial) de la descripción cotidiana, usando incluso vocabulario local que no sólo no impide la universalización de lo que cuenta sino que la prueba. También coinciden en el llevar a los personajes hasta sus últimas consecuencias (lógicas) y acompañarlos por el camino, sin escamotear nada al lector. Un compromiso que se transmite con toda su dureza en cada relato independiente, y con toda su inevitabilidad en el conjunto del libro.

sábado, 18 de abril de 2009

DRACULA IN PAKISTAN y relativismos culturales

Zinda Laash (1967) aka The Living Corpse
Dir.: Khwaja Sarfraz
Pakistan



Cuando uno ve cine occidental, puede poner aproximadamente a cada película en su lugar a poca historia cinematográfica que conozca. Puede hacerse una idea de si es una obra única, con rasgos innovadores, o perteneciente a un género, derivativa y en la práctica idéntica a decenas de películas más. Pero en cuanto salimos de los USA y Europa, pisamos arenas movedizas. Cualquier aficionado que se precie sabe de la importancia histórica de Kurosawa o Eisenstein, pero relativa sobre todo al cine clásico occidental. Es fácil relacionar a Akira Kurosawa con, por ejemplo, Howard Hawks. Pero su hábitat de creación era muy diferente. Los significados potenciales de una peli de John Ford de principios de los 40 son muy diferentes a los de otra del mismo director de los 60, por similar que sea. En los últimos años, y gracias al orgullo de nuestro tiempo, la llamada piratería cultural, hemos podido ampliar el conocimiento de filmografías extrañas como la de Japón, de las que apenas nos llegaban muestras muy parciales y descontextualizadas. Esto permite volver a valorar, con muchos más datos, no sólo lo que ya conocíamos de esos países, sino situar en un mapa cinematográfico mucho más abierto y heterogéneo al cine occidental (y sus valores) como uno más, no como El Cine.

Incluso hoy, sigue habiendo filmografías totalmente desconocidas de países lejanos. Un ejemplo es la pakistaní. Sin presencia conocida o reconocible en internet, ni siquiera en la IMDb aparecen la mayoría de películas comentadas en un libro como Mondo Macabro. Hay que volver entonces a libros y fanzines, y son pocos, como principal, y casi única, fuente de información, recuperando así parte del misterio y la magia que tenían hasta hace años cinematografías antes casi inexistentes para nosotros, como la coreana o la mexicana. Evidentemente, no es lo mismo que cuando se conseguían aquellas películas por oscuros catálogos y en copias VHS de decimonovena generacion, porque ahora están disponibles para cualquiera: sólo hay que buscarlas. Pero hay que buscarlas, a veces todavía fuera de la pantalla del ordenador, y eso exige un esfuerzo en parte comparable al que había que hacer entonces. Es cine que no se ofrece en las portadas de las webs y que apenas se comenta en los foros, al menos españoles. Hay que ir a por él. Y aún así, no se encuentra. Y por eso todo este mundo de cine "periférico" es lo más cercano que podemos tener hoy a aquellas experiencias, mientras no se pueda uno costear un viaje a estos países y hacer acopio de VideoCDs en mercadillos.


De Dracula in Pakistan poco voy a decir, en realidad. Es una entretenidísima muestra de un cine que, a pesar de intentar copiar al nuestro (el de la Hammer, entre otros), es incapaz y es, sencillamente, otra cosa. Mondo Macabro, a través de un cronista local que escribe el artículo sobre Pakistán, descubre que no es una película del montón y representativa ni siquiera allí, y tal vez por eso, o por su semioccidentalidad, ha llegado a nosotros. En su momento, 1967, fue una revolución en un país en el que no existía, ni existió durante décadas, el cine de terror. Clasificada X en su día, llegando a eliminar los inocentes pero sensuales bailes, tuvo una afluencia masiva de público. Y lo más curioso es que

Incluso los pocos críticos de cine que cubrían las producciones nacionales en los periódicos alabaron la película
Vemos aquí con toda claridad la diferencia respecto al academicismo crítico mayoritario del cine occidental, porque ningún crítico occidental en su sano juicio le atribuiría valores cinematográficos "de verdad" a una película así. Vale: probablemente hablaron bien de ella por el dinero que costó y porque la afluencia y la opinión del público allí sea más garantía de la calidad, si se puede hablar de que consideren tal concepto, que los valores artísticos. Pero no porque fueran reseñistas, simples voceros de la industria cultural como muchos de los que en Occidente se hacen pasar por críticos. Dracula in Pakistan (por seguir con este título) probablemente fuera lo que allí se entiende como cine adulto y serio. Pero más probablemente aún estos son conceptos que no tienen en cuenta para nada, y nos demuestran que nuestros juicios estéticos y hasta nuestros cánones, por muy necesarios y justificables que sean, que lo son, son en el fondo construcciones culturales bastante más arbitrarias de lo que podemos creer. La complejidad, la innovación... son valores que soy el primero en suscribir, pero también soy el primero en poner en duda su valor absoluto. Sobre todo al comprobar el placer que me inunda al ver cosas como este baile:

Supongo que la lascivia sí es un valor universal.

martes, 14 de abril de 2009

LOS NIBELUNGOS

Der Nibelungen: Siegfried (1924)
Der Nibelungen: Kriemhilds Rache (1924)
Dir.: Fritz Lang
Alemania


A veces, lo que queda de una película en el espectador son imágenes sueltas, imágenes que se graban tan poderosamente que pueden llegar a ser lo primero que uno piensa cuando piensa en, por ejemplo, como en este caso, "épica". Cuando uno ve muchas películas, tienden a confundírsele en la memoria, incluso a ser borradas hasta el punto de recordarlas como si no se hubieran visto: pensamos en estas películas con la imagen que teníamos de ellas antes de verlas. Pero, aunque muchas se esfumen, merece la pena insistir, porque siempre habrá algunas que se queden grabadas, por completo o algún elemento aislado, y esas impresiones que permanecen son las que le dan valor y sentido a ver cine. Esto es extensible a cualquier otra forma de expresión, claro. No hablo de las imágenes canónicas y clásicas, impuestas por la tradición: hablo de las que se le imponen a uno por sí mismas (que, por supuesto, pueden también ser las canónicas). Los Nibelungos es una de esas escasísimas películas que se quedan grabadas a fuego. Son unas cinco horas divididas en dos películas, cada una en varios cantos/episodios. Y es épica, auténtica épica. Es evidente que las duraciones largas, así como las novelas gordas, tienen muchas más posibilidades de funcionar como épica o, al menos, de ser percibidas como tal. La extensión masiva es una condición casi necesaria para sentir la épica, casi entraría en su definición. Pero no es suficiente. Troya o ¿Arde París? no funcionan a nivel épico, son planas; Los Nibelungos o Ben-Hur sí. Pero ¿qué se entendería por épica? Por ejemplo, una historia que consigue transmitir la sensación de ser más grande que la vida, que hace sentir a quien la ve que exige ser contada.

Los Nibelungos es épica en su origen, ya que adapta un cantar medieval. Pero la épica de la película es moderna y puramente cinematográfica, no medieval, y ahí reside su mayor mérito. Utiliza la sugerencia legendaria y mítica de la imaginería de la Edad Media, que se asocia con grandes historias que forjan el espíritu de una nación, con héroes que luchan contra todo (dragones incluidos), con aventuras de las que depende el futuro no de unos pocos personajes, sino de toda una cultura. Pero la forma de contarlo es totalmente moderna, en absoluto literaria ya en esos años tan tempranos del cine. Los Nibelungos basa su calidad épica en su ritmo, una cadencia que funciona por el tiempo que se mantienen las imágenes en pantalla, casi (o por completo) estáticas. Esto es cine, no fotografía: la percepción del poder de sus imágenes viene de su fuerza pictórica y mítica, sí; pero también del tiempo durante el que nos son expuestas. Y la percepción de esta duración viene dada por el montaje, porque contrastan unos tiempos con otros. Se combinan elementos de fotografía/pintura (imagen) y elementos literarios (ritmo) para resultar puro cine. El ritmo de Los Nibelungos es lento y preciso, el de la gravedad típicamente germánica. Una gravedad que, lejos de la sobriedad introspectiva tal vez más característica de lo serio mediterráneo, es excesiva, casi extravagante. Se nos expone a una duración titánica con un ritmo adecuado a los titanes que vemos, a la trascendencia de sus acciones, que han de suceder lentamente porque no cabe error, ¡tantas cosas dependen de lo que hagan! Y, para asegurarse de que queda todo bien claro: cuanto más, mejor. El minimalismo, aunque puede aparentar ser tal, no tiene cabida aquí, porque no es suficientemente expresivo para lo que pide una historia tan grandiosa. En realidad, hay una potencia que viene del exceso (interno y externo) de los caracteres y de sus actos, de la inevitabilidad de éstos, y arrolla: esa es la épica.

Funciona no sólo como un todo, sino que también cada canto particular, cada escena, es síntesis del hálito épico del conjunto. La historia contada es tan importante que cada momento se siente con toda intensidad, como un climax. Todo lo contado exige ser contado, es necesario. No es nada fácil mantener esa intensidad durante cinco horas. Pero Lang lo consigue. Hay que volver aquí a eso que decía de las imágenes tan poderosas que se imponen por sí solas: es cine, y se recuerdan tanto por la imagen estática como por su duración. Se puede sentir en todo su esplendor en una imagen como la del loco Atila, con una locura aterradora por ser sus consecuencias propias sólo de grandes hombres. No se ve un actor caracterizado, sobreactuando a un pobre hombre con delirios de grandeza. Fritz Lang consigue que veamos al verdadero monstruo como si fuera real, su vehemente demencia auténticamente amenazadora. Volvemos a sentir el mito como tal, no como ficción.